No pude evitarlo. Llevaba tanto tiempo imaginándome esa conversación, reproduciéndola en mi mente una vez, y otra, y otra.... Y en ninguna de esas ocasiones se me ocurría mostrarle el secreto. Mi secreto.
Pero él estaba ahí, mirándome con sus ojos oscuros, llenos de compasión, de necesidad de entenderme, de comprender lo que me pasaba. Y ¿qué me sucedía? Ese estupido secreto. Un secreto que era como una bola de nieve, que cuanto más baja por la colina nevada, se va haciendo más y más grande, hasta que choca con algo o alguien y todo se rompe en mil pedazos.
Estúpida bola de nieve. Estúpido alguien. Estúpido secreto. "Te lo pregunto porque me importas" me repetía. Mi cabeza no paraba de pensar, como una fábrica de juguetes en pleno diciembre. ¿ Me arriesgo a perderlo? Y entonces, casi sin darme cuenta, lo hice.
Abrí mi pequeño bolso de cuero rojo, cerrado a cal y canto desde hacía demasiado tiempo, y pequeñas hadas brillantes y coloridas fueron saliendo de él, en busca de su libertad. Yo, sin saber si había hecho bien, sólo fui capaz de llorar. Él, antes tan insistente, simplemente calló, una reacción muy común ante la libertad de lo extraño. Las hadas, algunas más alegres que otras, fueron llenando hasta el último rincón de la habitación.
Cuando la última hada salió del bolso, lo dejé caer. Estaba lleno de vacío. Y de alivio. Y es que, en el fondo, la bola de nieve estaba deseando encontrarse contra ese alguien que le rompiese los esquemas, derribase sus muros e hiciese volar todo por los aires.
Y yo, ya consciente de lo que había hecho, me fui haciendo pequeñita, pues sabía que él, después de esa exhibicón, jamás me volvería a mirar igual. Le sonreí, como disculpándome por el desorden, y me fui.
Pero antes de abrir la puerta, noté que me cogía por el brazo y, sin decir nada, me entregó una pequeña caja fuerte, de un color gris apagado.¿Cómo abro yo esto?, pensé. Pero no me hizo falta averiguarlo. Con solo una caricia, la cajita se abrió y de ella salió una sola hada. Nunca había visto un hada tan impactante y hermosa como esá. Su luz, de un gris eléctrico, era cegadora y transmitía una tristeza llena de temores.
Sin darme cuenta, la que se quedó sin palabras fui yo. Yo, que siempre tengo algo que decir, me había sentido tan cómoda compartiendo un silencio repleto de sentimientos. Bueno y de hadas.
Ariadna Calderón
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