domingo, 5 de septiembre de 2021

EL SUEÑO INCOMPLETO

 Como cada tarde, el profesor Julius cierra el libro de biología, lo guarda en su cartera, despide a los niños, espera a que salgan uno a uno del aula, tan ordenadamente como los ha disciplinado, y se marcha a paso ligero, ansioso por llegar a casa y salir cuanto antes en dirección al lago. Tiene miedo de llegar tarde. Por su paso jovial y decidido, nadie diría que ya supera los setenta. Fiel a su ritual, no hay tarde que no acuda a su cita. Sea verano o invierno, el profesor Julius abandona cualquier responsabilidad en cuanto el sol se tiñe de pasión el cielo, toma su cámara de fotos, el trípode, un bocadillo de atún, un frasco de zumo de arándanos que deja preparado por la mañana y un termo lleno de café recién hecho. Los vecinos, al verlo pasar, lo saludan amistosamente. Hay quienes creen que al final lo conseguirá, piensan que no es posible persistir en una idea, en un sueño, sin estar del todo convencido de su inevitable logro. Otros, menos entusiastas, se apiadan de él en secreto, ladean la cabeza con resignación, o se lamentan por su afán. Él asegura con un aire de abstracción en la mirada, pero sin un resquicio de incertidumbre, como un loco enamorado, que una vez la vio, que una vez sintió su piel de seda, que una vez, sólo una, pero una vez, la besó en los labios. Cuenta (¿Cuántas veces no lo habrá contado?) que fue una tarde de primavera, el día de sus veinte años, mientras dibujaba a mano alzada en el bloc que había recibido como regalo. Sentado frente al lugar más hermoso del bosque, mientras se deleitaba bajo el crepúsculo tardío, envuelto por los efluvios de los abetos, los abedules, el romero en flor, el insistente musgo y las caléndulas, las vio. Primero, tan sólo fue un destello ¿quizá un pequeño insecto emergido del agua? La vio po9r un momento o quizá por mucho tiempo, pero la vio, o eso creyó, haberla visto, haberla sentido, o ¿es que había brotado de sus propios trazos en el papel para ponerse a danzar gozosamente sobre las aguas ya oscuras y tenebrosas? Se frotó los ojos, éstos pueden confundir la mente a esas horas en las que el día deja de serlo sin que la noche haya cerrado. Abandonó el bloc sobre la hierba húmeda sin importarle echar a perder el dibujo, se levantó del tronco en el que estaba sentado y, aún con el lápiz en la mano, extendió el brazo en dirección al lugar del que provenía la luz. En ese instante, dejó de percibir el corretear de las aguas en el arroyo, el canturreo de los zorzales, el canto de los grillos. Le pareció que se cernía sobre él las grandes coníferas y que la luna llena se volvía minúscula en el horizonte. Devorado por el silencio, quiso acariciar a la criatura crecida, que revoloteaba tan cerca como para erizarle el vello. El bosque dejó de oler a bosque y el aire le quemaba con cada exhalación. La veía, la tenía delante, pero no sabe, por más que lo piensa, por más que lo ha pensado en todos estos años, más de medio siglo, en qué momento dejó de verla, en qué momento regresó el aullar de los lobos en la lejanía, el ulular de la lechuza para sacarlo del ensueño. Ya más despierto, no dudó de que el sabor que le había quedado en los labios, un regusto intenso a musgo y endrinas, era fruto del beso con que lo había enamorado. No dudaba de que lo había elegido. Así que regresó a la tarde siguiente, a la espera de que el incendio del atardecer anticipara el encuentro. Puso en alerta los cinco sentidos, la esperó, la esperó, la esperó pero no volvió a verla. Ni esa noche, ni todas las que siguieron después, pudo ya conciliar el sueño. Al principio tuvo miedo de contar sus anhelos, preservó con extremo secretismo sus escapadas nocturnas, sus desvelos hasta el amanecer. Volvía derrotado, exhausto por el esfuerzo, y un único pensamiento lo mantenía en pie hasta el hogar: regresar a la tarde siguiente. No fueron pocas las personas que trataron de disuadirlo; tuvo que sobreponerse a las ironías de quienes lo creían loco. Con los años, abandonó el cuaderno con el que cada noche había trazado el bosque jamás volvió a refulgir. Convencido de que habría una manera de captar el instante, se hizo con un trípode y una cámara para, si volvía aparecer, inmortalizarla. La misma cámara que ahora trae de vuelta, una noche más, exangüe, abatido, cuando la luna ya invita a recogerse. Antes de meterse en la cama (apenas si podrá dormir dos o tres horas), se preguntará si todos estos años habrás valido la pena; si, ahora que siente que el final está cerca, no habrá sido un error tanto empeño. Si no habría sido más feliz frente al fuego de un hogar encendido, con el olor a pan recién horneado y unos niños correteando en la cocina. Se lo preguntará mientras un espesor amargo lo hunda en el incompleto sueño. Quizá, como tantas otras mañanas, se levantará decidido a no volver a pensar en ella, determinado a  deshacerse de la cámara que tan sólo ha captado la belleza del lago al atardecer. Pero seguramente, cuando el sol esté a punto de caer, se le volverá a erizar el vello, se le dilatarán las pupilas, un regusto a musgo y a endrinas le brotará en la boca y , entonces, como cada tarde, cerrará el libro de biología, lo guardará en su cartera, despedirá a los niños, esperará a que salgan uno a uno del aula ordenadamente y se marchara a paso ligero, ansioso, en busca de sus veinte años. 


José Matas Crespo 

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